ecía el extraordinario Jorge Wagensberg, divulgador científico y museólogo de prestigio internacional, que la tabla periódica pergeñada por Dmitri Mendeléiev hace ahora 150 años es uno de los mayores logros intelectuales de la ciencia contemporánea. Admiraba esa forma de resumir en una simple hoja de papel el vasto corpus de conocimiento necesario para describir los elementos químicos y sus propiedades. Quien esto escribe no puede estar más de acuerdo.
Pero mi admirado profesor Wagensberg también solía decir que una colección de elementos químicos no era más que un contenedor con piedrecillas de colores más o menos aburridas. En eso, en cambio, nunca he estado de acuerdo. Y aprovecharé que este año celebramos el 150 aniversario del nacimiento de la tabla periódica para demostrarlo científicamente. El coleccionismo de elementos químicos ofrece una maravillosa puerta de entrada a la belleza, material e intelectual, de la química, nos permite descubrir las propiedades de los mismos, ensayar su comportamiento y desarrollar nuestra percepción sensitiva. Desgranaremos estos aspectos a lo largo del texto.
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Vayamos por partes. Para formar los casi 10.000 minerales que existen en nuestro planeta, las innumerables moléculas orgánicas que componen las formas vivas y los millones de compuestos artificiales que empleamos en el mundo contemporáneo tan solo son necesarios poco más de noventa tipos de átomos con los que la naturaleza nos ha obsequiado. Mendeléiev tuvo la genial intuición de agruparlos, según su comportamiento y propiedades, en un infograma: la tabla periódica de los elementos químicos. Con el paso del tiempo, esta se ha enriquecido con nuevos conocimientos hasta convertirse en un potente mapa visual de la estructura atómica.
En esta ocasión, nuestro objetivo será coleccionar muestras —cuanto más puras, mejor— del mayor número posible de elementos y hacerlo de forma que se convierta en una experiencia estimulante y formativa. Expliquémonos. Podríamos caer en el error de solventar el tema a golpe de tarjeta de crédito, ya que lo más cómodo y rápido sería comprarlos de una vez en Internet —se venden muestras espectaculares perfectamente envasadas— o en alguna tienda de material de laboratorio o productos químicos. Pero eso sería poco enriquecedor y muy, muy caro. Por otro lado, si al elemento químico le sumamos ejemplos de sus fuentes de obtención y aplicaciones, obtendremos una auténtica enciclopedia elemental. Ilustremos este punto con un ejemplo.
El cobre es un elemento abundante, fácil de conseguir y con importantísimas aplicaciones. Como muestra del elemento puro podemos hallar sin dificultad un buen trozo de barra prismática en algún taller de electricidad industrial. También podemos obtener el cobre a partir de un amplio abanico de minerales. En cuanto a las aplicaciones, se utiliza, sobre todo, para el suministro eléctrico, la refrigeración, la conducción de agua en el ámbito doméstico y la preparación de aleaciones como el latón o el bronce.
A menudo, cuando alguien se propone confeccionar una colección de elementos me pregunta por dónde empezar. La respuesta es simple: hallaremos muestras de elementos químicos puros básicamente en cuatro ámbitos o, lo que es lo mismo, explorando cuatros grandes «yacimientos». Comenzaremos por lo cercano y avanzaremos hacia lo abstracto.
Nuestra primera expedición será de andar por casa. Tanto en nuestro hogar como en comercios de proximidad podemos proveernos de un buen número de especímenes de elementos prístinos; eso sí, en forma de aplicación, casi nunca en bruto. En el joyero encontraremos oro y plata casi puros. En el estudio, carbono (en el lápiz de grafito), wolframio (en el filamento de una bombilla antigua) e iridio (en la punta de una pluma estilográfica). En la cocina, aluminio (en forma de papel) y cobre (en forma de cable eléctrico). Y en el botiquín, quizá mercurio (en aquel viejo termómetro que deberíamos sustituir por uno menos tóxico). Sin salir de casa podemos localizar entre 10 y 15 elementos químicos.
Salgamos ahora a la calle. En la tienda de recambios de automóvil encontraremos iridio y platino (en los electrodos de una bujía). En la carpintería metálica, aluminio, hierro y cobre (en forma de perfiles). En la ferretería, tornillos cromados, niquelados, zincados y cadmiados, que, sin ser muestras macizas de cromo, níquel, zinc ni de cadmio, sí permiten descubrir el color de estos elementos. En la fontanería encontraremos plomo y estaño puros (en forma de varillas). En la droguería, azufre. En una tienda de productos de seguridad, americio (en los detectores de humo por ionización). En la farmacia, yodo. En establecimientos dedicados a tatuajes y piercings, titanio y niobio (en los adornos corporales). Y en las tiendas de esoterismo o minerales, bismuto, silicio y carbono vítreo (se venden como pseudominerales), además, claro está, de los minerales que ya de por sí constituyen muestras de elementos relativamente puros de origen natural.
Pasemos ahora a los elementos o minerales nativos que acabamos de citar. Todos sabemos que, esparcidas por ahí, hay pepitas de oro que se buscan con afán. Ello se debe a la nobleza química de este preciado elemento. Sus vecinos de arriba (en la misma columna de la tabla periódica), la plata y el cobre, también se encuentran puros en el sustrato mineral. Pero, curiosamente, hay muchos elementos más reactivos que se pueden encontrar libres en plena naturaleza cuando la mineralogénesis lo permite. Nos referimos al azufre, el selenio, el telurio, el mercurio, el platino, el bismuto, el antimonio, el arsénico, el hierro, el plomo y el carbono (tanto en forma de diamante como de grafito). Y la lista sigue. Preparando esta colaboración he descubierto con asombro que también se han hallado, en estado casi puro, iridio, osmio, aluminio, silicio, cromo, zinc, molibdeno, rutenio, cadmio, indio, estaño y wolframio. Es decir, el sustrato geológico de nuestro planeta nos ofrece al menos unos 25 elementos químicos de origen natural, sin duda las joyas de nuestra colección.
Si de minerales se trata, se nos abre un nuevo espacio de obtención: la síntesis —permítanme la broma— en condiciones de laboratorio. A partir de la malaquita es muy fácil obtener cobre (un calentamiento intenso con algo de carbón mezclado será suficiente). Lo mismo podemos hacer con la plata y sus minerales [véase «Arqueometalurgia», por Marc Boada; Investigación y Ciencia, marzo de 2005]. Más difícil, pero no demasiado, es conseguir plomo a partir de la galena, estaño de la casiterita, antimonio de la estibina o zinc de la blenda. Mayor pericia experimental deberá tener el coleccionista que quiera obtener hierro [véase «Microsiderurgia», por Marc Boada; Investigación y Ciencia, febrero de 2015], cobalto, níquel, manganeso y cromo de sus óxidos naturales. Y, ya con mayor detenimiento, podemos separar el silicio y el titanio de la arena de playa [véase «Tesoros en la arena», por Marc Boada; Investigación y Ciencia, agosto de 2011].
La capacidad de experimentación metalúrgica es importante, no solo para obtener los elementos metálicos de sus fuentes minerales (recordemos que son la parte del león de la tabla periódica), sino también porque, una vez conseguido ese reto químico y disponiendo de la técnica necesaria, resulta mucho más fácil fundir lingotes idénticos de los distintos metales.
No terminaríamos de buscar elementos metálicos si antes no atendiéramos a otras posibilidades. La primera: el reciclaje. Fundir esos lingotes a partir de latas de aluminio, de tuberías de plomo y cobre e, incluso —y es una afición que cuenta con muchos seguidores— separar el oro de los diversísimos componentes electrónicos que quedan obsoletos cada día es fácil, muy fácil. Y, para los más expertos, existen todavía otras opciones como la obtención electrolítica de sodio, potasio, litio o calcio por la vía de la electrolisis de las sales fundidas. Mediante procedimientos puramente metalúrgicos o electrometalúrgicos podemos proveernos, pues, de unos 15 o 20 elementos.
Para los que no dispongan de un excelente sistema de ventilación o una cabina de absorción de gases donde llevar a cabo esos experimentos, lo mejor es localizar alguna empresa especializada en la venta de metales técnicos. Estas compañías ofrecen metales listos para su aplicación a un precio mucho más razonable que el de las muestras purísimas que acostumbran a vender los suministradores de material para laboratorio, sector al que deberemos llegar para conseguir buena parte de la tabla periódica.
Elementos interesantes porque dan paso a un amplio grupo de la tabla periódica, como el cerio, con espectros de emisión espectaculares como el estroncio, o con propiedades físicas singulares como el gadolinio, escapan a nuestras posibilidades experimentales. Por desgracia, estos tienen siempre un precio elevado y la inversión se justifica solo, quizá, por su interés científico.
Pasemos ahora a los elementos que son gases a temperatura ambiente. El aire es una mezcla cuyos componentes mayoritarios son el oxígeno y, sobre todo, el nitrógeno. Podemos considerar que un balón de vidrio lleno de aire contiene una muestra de nitrógeno con una quinta parte de impurezas. Pero podemos purificarlo mucho más mediante un simple proceso de absorción del oxígeno presente. Llenemos un balón de vidrio con el aire insuflado a través de un tubo de cobre lleno de lana de acero calentados fuertemente con un soplete. El gas que emerge es nitrógeno casi puro. Pasemos ahora al oxígeno. Pongamos agua oxigenada en un matraz, añadamos algo de pirolusita machacada o unas gotas de sangre humana. Empezará una fuerte efervescencia (ambas sustancias catalizan la descomposición del peróxido de hidrógeno), que liberará oxígeno suficiente para llenar un globo. Otra opción para conseguir oxígeno consiste en electrolizar agua acidulada, con lo que, además, obtendremos hidrógeno. Atención: ¡la mezcla es explosiva!
¿Qué ocurre con los otros gases? Sorprendentemente, podemos conseguir con facilidad lámparas eléctricas rellenas con algunos de ellos. Hay bombillas con argón, neón, xenón y criptón. Bajo una suave descarga eléctrica, lucen con bellos colores. Otra opción más cara la encontraremos en algunas páginas web que ofrecen tubos de descarga a alta tensión de todos los gases. Y, ya en otro plano, podemos localizar lámparas industriales de vapor de mercurio, de sodio y de amalgama de galio.
Vemos, pues, que, buscando por casa, visitando tiendas y ferias de minerales, explorando talleres mecánicos, ferreterías, lampisterías, buscando por Internet en páginas para coleccionistas o solicitando oferta a especialistas en productos químicos podemos materializar buena parte de la tabla periódica. Sin embargo, como decíamos al principio, resulta más interesante aderezar la colección con las aplicaciones prácticas y, atención, específicas, de cada elemento.
Recomiendo centrarse primero en las aplicaciones que materializan una propiedad física singular. Por ejemplo: el hierro destaca por su tenacidad, flexibilidad o por sus propiedades magnéticas; el aluminio, por su baja densidad, y lo mismo le ocurre al magnesio. Por tanto, buscaremos aplicaciones que pongan de manifiesto estos aspectos.
También podemos explorar el mundo de los medicamentos. Se prescriben compuestos de litio para tratar los estados de ánimo bajos; de bismuto, para mejorar el funcionamiento del sistema digestivo; el potasio, en forma de cloruro, para las articulaciones; el gadolinio, como contraste, se utiliza en la obtención de resonancias magnéticas; el nitrógeno, en forma de nitroglicerina, para evitar ciertos problemas cardíacos… la lista es larguísima.
Y no solo la farmacopea tiene un nexo directo con los elementos. También el arte. Los pigmentos blancos se obtienen a partir de compuestos sencillos de estaño, plomo o titanio. Los verdes, de hierro o cromo. El zinc, el cadmio y el manganeso se utilizan en pinturas al óleo; el oro, el uranio y el cobre, en vidrieras de colores. Más aún, ¿de cuántos elementos químicos puros, o casi, se fabrican tornillos? No será fácil, pero el coleccionista los puede encontrar de al menos 7 elementos casi puros y de, como mínimo, 5 grandes grupos de compuestos. ¿Adivina cuáles?